martes, 16 de septiembre de 2008

ESTE CAPÍTULO, QUE ES EL SÉPTIMO, NO, EL OCTAVO, ES MEJOR

LO QUE PASÓ EN CASA DE LOS QUE SE FUERON.


En la mañana cuando me desperté (que sí, que termina resultando ser más o menos una hora después de haber abierto los ojos…, supongo que mi burocracia corporal es tan densa que pasa mucho tiempo entre el momento en el cual el cerebro gira la orden y en efecto ésta llega hasta los confines de mi cuerpo. Claro, a veces (pocas, debo admitirlo) la adrenalina firma algunos decretos que le da poderes especiales al ejecutivo y bueno, la cosa camina un poco más rápido…, otras veces es la testosterona, supongo, pero la mayor cantidad de veces gana el quehacer ministerial) ya olía a café y se escuchaba el tintineo matinal de la cocina. Cierto poder popular ya había girado instrucciones precisas y pertinentes que solucionaron todo el zafarrancho causado por la acefalia de ayer.

Así que después de haber logrado la verticalidad tan habitualmente precaria, de haberme lavado y hecho aquello que se hace en las mañanas, me fui a reunir con el resto de la familia bien dispuesto a escuchar tranquilamente las bromas de costumbre.

La rutina es la más vilipendiada de cuánto modo de vida conozco. Sí, oigo constantemente cómo se maltrata un procedimiento que genera tanta disciplina, orden, seguridad, y que además deja tantísimo espacio para pensar en cosas verdaderamente importantes porque lo cotidiano está cubierto por la rutina. Pero no, existe tanta y tanta gente que realmente piensa que la rutina es la que se lleva en los cachos al matrimonio, al trabajo, qué sé yo.

A mí personalmente la rutina me proporciona la tranquilidad necesaria como para enfrentar mi proceso creativo con el cerebro limpiecito.

No, el aburrimiento no tiene nada qué ver con la rutina. El aburrimiento aparece cuando confluyen la cobardía, la flojera, y la falta de imaginación. Lo que pasa es que eso da miedo.

Pensando estas cosas que no podría pensar si no fuera porque la rutina me lo permite, se me pasó un rutinario día de trabajo más, que sí, que tuvo sus ratos interesantes y todo, pero yo lo que quería era encontrarme con Octavia para seguirle el hilo al cuento del señor Gustavo. Así que me fui al bar de Don Santos a esperar a mi mujer que llegaría en cualquier momento.

Cerré mi negocio y crucé la plaza hasta la taguara esa. Saludé a Don Santos que estaba secando vasos, no entendí para qué si es que sirve siempre en vasitos plásticos desechables. Bueno, mentira, también sirve en los de vidrio pero solo a personas de reconocida ecuanimidad.

Mientras esperaba que me sirviera una cerveza bien fría, una catira vestida de novia, ccomo me dijo, me puse a observar el lugar a la luz del atardecer. Es que como siempre llago ya de noche se me escapan detalles también porque el señor Gustavo centraliza la mayor cantidad de atención.

Arriba a la izquierda y a la derecha del marco de la puerta de entrada, digamos que sobre la cabeza de Don Santos, hay una repisa que más bien parece un cajón con una imagen dentro. La imagen de un santo, supongo, lo que pasa es que está tan desteñida que ya no se distingue quién es. Tiene dos frascos de los de encender velones. Un rojo y uno verde, pero en vez de velones tiene una adaptación para bombillos de los que son alargados y no sé de dónde los sacó, pero deben ser, a lo sumo, de medio vatio cada uno por lo poquito que alumbran.

Yo me pongo a pensar y sin preguntar nada, por cosas de respeto puro y duro, deduzco que la imagen debe ser de la Virgen del valle, que es la patrona de los marineros. No solo lo creo porque la gente de aquí le sea muy devota, sino porque también, hay qué ver, para qué carrizo la alumbran con balizaje portuario…, encima con la roja a la derecha y la verde a la izquierda, a sea, que es la virgen que entra en el puerto. No la que sale… En fin…
Más debajo de la plataforma canal de navegación hay otra repisa que tiene una colección de botellas vacías, latas de sardinas, bolas de pabilo, una jaula de pajarito, media guía telefónica (la amarilla de la región capital pero del año setenta y nueve) una miniatura plástica de un arbolito de navidad, y otro santo, que me parece que es San Juan Bosco, o San Niccola di Bari más bien porque la canción decía “sé que bebo, sé que fumo, sé que juego y hasta en el amor”…, ¿y no estamos en un botiquín pues? ¿le pongo otra cervecita? Me rompió el hilo de la imaginación el amigo Santos que ahora se me parece a Simón Templar de incógnito.

Sí, sí, sí, póngame otra, que ésta ya murió ¿y viene su esposa? Yo creo, en eso quedamos. Menos mal, porque yo le conseguí la cola’e caballo que me pidió el otro día. Pero aproveche y tómese otra fría mientras llegan todos…

Está bien, tráigala, pero dígame también que imagen es esa que usted alumbra con esos faritos de colores, si no es falta de respeto de mi parte… Yo le diré, pero bébase esta que ahí viene su esposa con el señor Gustavo… Está bien, tráigame un tecito para Octavia y una botella de lavagallos del que toma el señor Gustavo.

Buena, buenas, ya veo que llegó temprano, amigo mío ¿y la señora? ¿no viene hoy? Ah caramba, si aquí viene entrando, con razón ya salió el adoquín de greda negra con esa tacita sospechosa ¡perdone señora! Usted se la bebe con todo el derecho, y de igual modo le solicito el mío para fastidiar a este negro pendejo que atiende este vergonzoso lugar…

¿Por dónde íbamos? Ah, ya va, que se me olvidaba que bueno, que esto pasó antes, en el capítulo anterior, pero por novato y sí, dígalo: por borracho se me olvidó mencionarlo y lo tengo que decir ahora, para que se entiendan bien las cosas:

Sucedió que los consuegros de los Paredes Rojas se encaramaron como pudieron en la flamante camioneta dorada de la señora Doña María Segura, a duras penas el militar condujo hasta el edificio de lujo en la zona más costosa de la ciudad, donde estaba el penthouse de tres niveles ultra costoso que habitaban. Este era el orgullo de ambos, y el pobre sitio era el que pagaba los platos rotos. Lo digo porque el exceso de dinero invertido sin pizca de buen gusto o al menos de un poquito de sentido común origina una especie de estilo Neo-mudéjar-lusitanoide y tal era el decorado. Y si no me creen imagínense al adoquincito este que pegue un kino con par de millarcitos en el saco… Hay que añadir que también se veía algo del toque ganadero. Quiero decir que todo es dorado, rosado, con cuernos, guilindajos, cenefas, borlas, alfombras persas, un samovar de cristal, plata y bronce pulido, el bar de mármol y marfil (horroroso), mucho cromo y plateado, había Lladró, Swarovsky, máscaras balinesas, algo de mueblería en madera de teca, y por supuesto, un bonito bibelot sea lo que esto sea...

Tenían tres carrillones antiguos de distintos estilos pero con maquinas japonesas para que no echaran vaina. Lo peor era el recubrimiento del piso y de las paredes de la casa. Cada ambiente, con el pretexto de “personalizarlas”, como si de la “Casa Blanca” se tratara, tenía un estilo distinto. El salón de las reuniones, por ejemplo, estaba de espejos biselados desde el nivel del rodapié, que era de ébano, hasta el techo, incluido este. La intención había sido la de hacerlo parecer más grande y todas esas cosas, pero lo que resultó es que, tomando en cuenta la decoración masiva que ostentaba, la enorme araña acristalada llena de una miríada de luces y que milagrosamente pendía del centro de una moldura de marfil, la enorme alfombra llena de arabescos entre dorados y color vino tinto, las poltronas Luis XV, y las vitrinas llenas de objetos de plata, originaban una profunda paranoia inclusive en el más ecuánime de los parroquianos presentes.

Claro, con tantos reflejos, brillos, rebotes, obstáculos, y toda la gama de efectos ópticos acrecentados por el bisel de los espejos, nadie podía saber si estaba solo o acompañado, nunca se sabía si los pasapalos se los introducía uno en la boca o en una oreja, y mucho menos se podía saber siquiera si éstas eran de uno mismo.

Afortunadamente era un sitio para reuniones sociales y no, por ejemplo, un cuarto de baños. Por cierto que el mayordomo era un viejito ciego muy parecido a Ray Charles o más bien a Pedro White, pero no tocaba el piano, sin embargo era muy hábil con el servicio, no derramaba una gota de nada de lo que estuviera sirviendo, se las arreglaba bien para no confundir aquello que estuviera degustando cada invitado a las reuniones..., y daba gracias por la ceguera..., en serio. Más o menos cómo pasaría aquí…

Los espacios internos eran todos de dimensiones heroicas, las escaleras que conducían al nivel de las habitaciones eran de esas del tipo gemelas, de mansión georgiana, de las que parten desde dos puntos opuestos del nivel superior, curvándose mientras descienden para unirse en el centro, a medio nivel de altura en un descanso y descender desde ahí hasta la planta inferior por una única hilera muy ancha, abriéndose en abanico. Pero estas escaleras tenían un defecto. El desarrollo de los peldaños, dada la altura del entrepiso, hacía que no cupieran completas en el hall de entrada. Entonces, la señora Doña María Segura de Pajarés tuvo la genial idea de curvarla reduciendo el radio de esta a medida que descendían (como sucede con las conchas de los caracoles) para encontrarse en el centro (y obligó al arquitecto a cambiar el proyecto original) donde había hecho instalar una de esas fuentecitas con querubín meón, flores artificiales y todo, para disimular el defecto.

En este punto debemos decir que la cosa terminó pareciendo una entrepierna muy apretada sosteniendo algo ahí. Los invitados habituales siempre bromeaban al respecto entre ellos, claro. Se empeñaban en que las habitaciones superiores, tras las escaleras, debían llevar obligatoriamente un “sachet derriere”, para completar.

El mueble principal de el salón de reuniones era una mesa para banquetes, sin sillas alrededor, como esas donde ponen los self service. La mencionada mesa era un prodigio de excesos, la superficie plana estaba hecha de un ensamblaje de maderas de distintos colores con bodegones en relieve. Los bordes estaban confinados en una pieza monolítica de algún tipo de travertino, tallado también, con los mismos motivos. La base era también una inmensa pieza de fundición de bronce pulido y patinado representando una especie de grifo babilónico sosteniendo el mesón apoyado en la cabeza, el rabo, y la punta de las alas. Llevaba incrustaciones de plata en sitios claves, como en las garras, las fauces abiertas en actitud agresiva. Lo limpiaban tanto, que en los sitios donde abultaba un relieve, había ido perdiendo la pátina, era por eso que algunos puntos eran dorados también. Las mejillas del grifo, los hombros, los genitales... Una pieza abominable en cada una de las partes que la componen, pero fiel al concepto aquel que dice que “el todo es mayor que la suma de las partes”...

El segundo lugar en magnitud y desatino entre los muebles lo ocupaba un inmenso sillón que bien hubiera podido ser una dama victoriana disecada, pero con los miriñaques, armadores, bigudíes, moños... Toda una pieza de corsetería byroniana...

Pero no nos entretengamos en describir lo que no se puede, no sea que caigamos en el recurso de “H. P. Lovecraft” y terminemos diciendo que todo allí era de una fealdad indescriptible, de un terrorífico indecible, de una abominación inimaginable, y así, cada quién que extraiga de su peor pesadilla lo más feo que tenga, y que se lo ponga como anteojos para observar aquel pent house. Yo, para ayudarme, me imagino el harem de algún plutócrata jeque portugués, y con eso tengo... O me imagino también la casa de adoquincito en carnaval… No se arreche usted, que con el mal gusto que tiene hasta le parecerá bonito lo que hace y eso es lo que lo salva de ir derechito al infierno más cercano…

Decíamos pues, que el sitio era feo, desatinado, y caro, muy caro. Esto era lo más insultante. Pero si algo a su favor tenía esta gente y su extravagante vivienda, era que, como con el “Tío Anatolio” de “Serafín Latón”, con ellos nadie se aburría. El sargento era un manare de chistes, anécdotas, y whisky, mucho whisky. La doña, no permitía que nadie se fuera de su casa sin haber reventado ignominiosamente cualquier dieta que estuviera siguiendo. Salías de sus fiestas con unos cuantos motivos para ser sometido a una cura completa de desintoxicación, y ellos se enorgullecían de eso.

Pero la historia venía por otro camino. Ellos llegaron a duras penas a su casa, no por la borrachera ni nada de eso, era que se habían quedado sin energías después del despliegue de emociones fronterizas que habían experimentado en la reunión en casa de los Paredes Rojas. Estaban exhaustos del todo. Ni se miraron cuando se dieron las buenas noches y se dirigieron, cada uno, a sus respectivas habitaciones. Nunca habían dormido juntos, ni siquiera cuando estaban recién casados pues ambos sostenían que ese era una situación más bien incómoda, dados los hábitos que cada quién tenía.

Él gustaba de fumar acostado y ver televisión por cable hasta bien entrada la madrugada y para eso había provisto su cuarto de una inmensa pantalla que ocupaba toda la pared frente a la cama “king size”. Pero el sargento no dormía en ella, lo hacía en una hamaca verde oliva recuerdo de sus años de servicio militar, más fresca e higiénica que la cama sostenía él. Veía películas pornográficas todo el tiempo, salvo cuando estaba su hija de visita que veían juntos los canales que transmitían las historias de las guerras, la Mafia, y esas cosas. Su decodificador de señales captaba los canales porno de todas partes del mundo, vía satélite, desde Europa, Norte América, Africa, Australia (que consideraba una extravagancia que no valía la pena), y su mayor orgullo, que era una señal pirata proveniente de la India y que resultaba algo así como “Kama Sutra for dummies”; y una muy particular, desde Colombia. Perdone doña Octavia, pero es así.

Entró a su habitación, se desvistió colocando cada prenda en su sitio ordenadamente, los zapatos los limpió y pulió con betún negro, se puso un pantalón corto y una franela ambos de algodón blanco con su nombre y apellido escritos en el orillo con marcador indeleble, encendió el “home theatre”, y se acostó sin lavarse los dientes. Todo esto sin soltar el vaso de whisky ya sin hielo, que traía desde la casa de los Paredes Rojas.

El decorado de la habitación era casi inexistente. Aparte de la pantalla gigante, el aparato de televisión con decodificador satelital y de cable, vía Internet, Bach, Wagner, betamax, u-matic, vhs, dvd, BBC, BB King, FBI, CIA, “and Doris Day”..., sonido envolvente, y todo lo demás; la enorme cama perfectamente hecha, una mesa de noche con un modelo a escala 1/26 de un tanque Sherman encima; y la hamaca.

Una alfombra de pared a pared muy gruesa, que parecía pasto bermuda bien cortado, y del mismo color que este; las paredes verdes también pero de una tonalidad un poco más oscura, las cortinas totalmente opacas, y las lámparas embutidas en el cielo raso del mismo color que las paredes pero oscurecido con algo de gris; el acondicionador de aire siempre encendido, hiciera frío o calor afuera, no importa. Era una habitación insonorizada, blindada, con cerradura (que jamás cerraba) a prueba de ataque nuclear, sistema de circuito cerrado de televisión con una cámara en la entrada para tener tiempo de quitar la película porno que estuviera viendo antes de que lo sorprendieran en esas cosas poco dignas.

El cuarto de baños correspondiente a esta habitación era otra cosa, de tonalidades pastel, muy iluminada y ventilada, pero lo peculiar era que todas las piezas eran acolchadas, muy mullidas. Esto no respondía, según él, a ninguna “desviación”, si no a un sueño recurrente que sufría en el que él mismo aparecía tendido en el suelo de un baño, inerte y saliéndole algo viscoso por la boca que no podía identificar porque la imagen estaba en blanco y negro... Él creía firmemente que el sueño representaba algo así como el fin doméstico de un borracho con mucha plata. Pero la Doña le respondía que todo lo que le había pasado en ese sueño, era que con tamaña borrachera que tendría él, se habría resbalado al intentar vomitar en la poceta, que se había caído al suelo, vomitando aun y que luego había decidido terminar de dormir la mona ahí mismo... Por supuesto que él no estaba de acuerdo con eso, pero por las dudas mandó a redondear todas las esquinas y a acolcharlo todo.

Los aposentos de la señora de la casa eran otra cosa, flores por todas partes, pintadas, grabadas, estampadas, naturales, artificiales frescas y secas, figurativas y abstractas, de madera, de cerámica, de bronce, y de forja..., todas las que se pudieran imaginar, encargar y comprar. Más bien pequeño y abigarrado. Con ventanales hacia la terraza privada que, por supuesto tenía su propia siembra de tulipanes y claveles, y marihuana también, que coño.

Las cortinas eran también decoradas con motivos florales, con cenefas doradas bordadas con lotos, borlas campanuloides guindando de ellas, y espejos donde no hubiera flores... La cama era de tamaño individual y de colchón duro como una lápida sin almohada. El traumatólogo se lo había exigido así porque era la única manera de controlar sus dolores de espaldas producto del sobre peso y de su negativa de hacer dietas o ejercicios de tipo alguno. Ya estaba pensando en hacerle una modificación al edificio para que el ascensor privado llegara directo hasta el piso de las habitaciones, pero no se había decidido a hacer el gasto porque no quería beneficiar al marido de ningún modo, ni siquiera indirectamente. Tal vez si el ascensor pudiera abrirse directamente en su habitación, pero el ingeniero había dicho algo sobre lo complicado que resultaba el desplazamiento horizontal para un ascensor...

¡Esos ingenieros que siempre pretenden que los que no lo son no podemos ni pensar! ¡Yo le hubiera pagado más de lo que él gana en diez años! ¡Él se lo pierde!

La doña empezó a hacer un recuento sobre los acontecimientos ocurridos en la visita a la casa de los Paredes Rojas: Esa gente tiene que dejar de burlarse de nosotros alguna vez. Siempre terminamos haciendo el payaso en su casa, pero yo no logro burlarme de ellos cuando vienen acá. Si no fuera por Manolo, el barrigón ese, yo no tendría sano esparcimiento ni nada. Eso se lo debo.

Tengo que averiguar algo que escondan, algo que les dé vergüenza, algo que se pueda usar para acabar con la expresión de reina de la sílfide culona esa. Decía refiriéndose a Bombi Softail (claro que a ella le resultaba una sílfide cualquier mujer de menos de cien kilos, comparativamente hablando) solo le faltaría ser rubia para terminarla de completar.

En el pasado de ella no hay nada que le moleste, lo de la estafa de su primer marido ni la inmuta, lo del pasado “desordenado” de su actual esposo, tampoco, enumeraba ayudándose con los dedos.

Está orgullosa, o por lo menos conforme con los locos hijos suyos. Ni siquiera le puso objeción al matrimonio de su hijo con la elefanta de mi hija. Murmuraba con asombro. ¡Pobre niña! Mira que venir a heredar la gordura mía con mis dolores de espaldas, junto con las dimensiones de aquel finlandés... No la puedo ni ver sin acordarme del único hombre satisfactorio de mi vida, ni del tamaño de su..., de sus “dotes” naturales para las actividades reproductivas... Terminó azorada y salió corriendo a darse una ducha con agua helada. Y me perdona señora Octavia de aquí, pero es que según sé el tamaño sí importa…

Mientras se duchaba, ya más calmada la señora Segura, comenzó a repasar mentalmente todo lo ocurrido ese día para ver si se le había escapado algo.

Nada, llegamos un poco antes que Atalayo (“que nombre tan poco apropiado para alguien tan flaco”, pensó) Nos recibió HD con Victory en brazos. Pasamos y el barrigón de mi marido fue directo a servirse un whisky. Salió la culona esa recién bañada y olorosa menos vestida que desvestida con esa especie de trapo hindú que se pone para hacerme coco, a saludar meneando su..., después llegó del patio mi hija acompañada de la loca de los “walkman”. No sé si venían juntas o era casualidad, porque que yo sepa, con esa loca de Nomeolvides (creo que se llama, si no recuerdo mal) no se puede hablar. Llegó el flaco ese con la otra anormal, la que no se ríe y comenzaron a burlarse. Iba murmurando.

¡Pero qué! ¿qué puedo hacer para acabar con sus burlas? Se desesperó preguntándose con rabia y gritando de pronto. Afortunadamente el ruido de la ducha apagó el grito, si no, alguien hubiera telefoneado al psiquiátrico de inmediato.

Terminó la ducha, se secó y aplicó polvos de talco concienzudamente en todos y cada uno de los pliegues de su enorme circunferencia, se colocó una especie de poncho matrimonial hecho con tela de mosquitero (tul, o algo así, me parece que se llama esa tela) rosa floreado profusamente a modo de camisón y se metió en la cama.

No tardó en conciliar el sueño porque a pesar de los azares del día, y de todo lo que hubiera podido pasar en la vida, jamás había perdido el sueño. Además, junto con el sueño regresaban los momentos felices de la vida a su mente. Ella los había tenido por montones durante su juventud, y era curioso porque no era una persona particularmente vieja, apenas acababa de rebasar los cuarenta años pero se sentía como de cada año un lustro. Gorda, sin atractivo, sin alegría, sin más distracción que la de extorsionar al marido para sacarle y gastarle el dinero del modo más criminal posible. Había circunnavegado el planeta varias veces y en varios sentidos. En barco, en avión, en zeppelín, en tren, en moto, en bicicleta, a caballo, en globo aerostático, y en todas las combinaciones posibles de estos. Había comprado todo lo que se lo había ocurrido en todos los lugares visitados. Había regalado o rematado todo lo anterior. Solo para sentir que molestaba al sargento técnico, pero a él no parecía molestarle si esto los alejaba más.

Se durmió y pronto estaba roncando como un puente colgante de leños y calabrotes en medio de una ventisca.

Manuel Pajarés, en la otra habitación, veía una vieja película con Silvia Kristel y a veces reía, otras lloraba pero siempre disfrutaba aquello. Analizaba lo ingenuamente retorcido de la trama que resultaba en una simplicidad hilarante. El mismo físico de la protagonista, comparado con los de laboratorio que está en boga por estos días, era motivo de risa también. Claro que nadie pretendía que una cosa como cualquiera de las “Emmanuelle” fuera una producción digna de ser nominada para un premio “Oscar” o algo así, (a menos de que existiera una versión que usara baterías y que vibrara) pero es que vista por septuagésima vez resultaba eso: infantil. Cambió el canal y en el de las clásicas transmitían “Garganta profunda”.

¡Otro circo más!! Pensó ¿Qué pasará con aquellas obras de arte como “Historia de O”, “Los ciento veinte días de Sodoma y Gomorra”, o “Calígula”? no las he vuelto a ver en ninguno de los canales estos. Y volvió a cambiar de canal.

“Nagisa Oshima, Fellini, Baywatch”... Nojoda, lo de siempre…, el mismo “Wild on” de costumbre…
Pasó por el de los aficionados australianos muy secos y contrastados, por los repetitivos ingleses (no había caso con esos tipos, el violador siempre resultaba ser el mayordomo) los marciales japoneses, y hasta por esa conocida hacedora de videos caseros en California.

Comprobó la hora y conectó el satélite militar para enlazar con el sistema asiático y se coló como un subrepticio porno-hacker hasta localizar su máximo orgullo: el canal porno hindú. Lo sintonizaba poco tiempo por el riesgo que representaba ser localizado por los servicios anti piratería internacional, no le temía al arresto, ni a la multa, ni nada de eso, era porque se enteraría su mujer y ¿quién sabe qué nuevas modalidades de extorsión inventaría?

Lo observó con asombro, saliéndole la baba y destilándola dentro del vaso de whisky hasta que sonó la alarma de tiempo máximo que había instalado para prevenir distracciones. Terminó de ver la secuencia donde una Apshara o una Ghopi (nunca supo la diferencia) se concentraba y lograba atapuzarse un par de ellos dentro de cada uno de sus orificios corporales incluyendo el ombligo que al parecer se estiraba como unas medias de nylon. Al final la porno-gurú quedaba ensartada como un fetiche vudú muy goloso... Tumbó el sistema con veintidós segundos de retraso, pero por la hora que era él sabía que habría poca vigilancia en el sistema militar asiático.

“Esas hindúes si que son bárbaras con eso de la meditación y la concentración y todo eso, se ve que hay pocas de esas y hay que aprovecharlas bien..., o hay muchas y tienen que competir duramente entre ellas a ver quién es la que traga más”... Meditaba asombrado el militar, tratándose de secar la barbilla con la mojada servilleta del vaso. “Me recuerda aquella película sobre unos “fachistas” que vi una vez, que lo que les gustaba era una”... Continuaba pensando mientras revisaba el sistema a ver si el scanner había registrado algo con respecto a los sistemas de detección del servicio internacional contra la piratería..., nada. Todo bien.

Miró el vaso que ya estaba casi vacío y no le gustó lo que se le veía en el fondo (¿Qué coño le echarían a este hielo?), se puso de pie, fue hasta el elevadorcito del servicio, abrió la tapa, metió el vaso y pulsó el botón de la consola correspondiente al nivel de la cocina. Se mantuvo escuchando hasta que se detuvo el ruido del motor y se devolvió a la hamaca.

Cogió el control remoto y pulsó el botón “Sleep”, dejó el canal japonés y trató de conciliar el sueño mientras en la pantalla una “Geisha” de imitación entretenía un grupo de ejecutivos japoneses cámara en mano haciendo un número que incluía una especie de masturbación con unos palitos japoneses de esos cuyo uso sacrosanto es el de comer.

¡Otro atractivo más que tiene el “sushi”!! Murmuró el militar y se durmió.

La “Geisha” siguió con otras diversiones un rato más, siempre rodeada de flashes, pero no había ya quien la viera.

Es descarnado esto que usted cuenta, pero la verdad es que al oírlo no me he escandalizado ni nada aunque intuyo que usted ha suavizado un poco el asunto, o me equivoco ¿ah?
Mi estimada señora Octavia de aquí, con el debido respeto que usted y su marido merecen, déjenme seguirles contando porque es que ahora es que hay cuento por delante…, y usted, pobre con don, ponga otra ronda por favor.


AHORA SÍ DUERMEN TODOS, ANTES NO.


EN ESTE CAPÍTULO, QUE ES EL NOVENO, NO RÍE NADIE.

AMANECIÓ EN DOMINGO.


Pues sí, amaneció en domingo. Atalayo se levantó antes que los demás para ver que todo estuviera en orden. La señora de servicio seguramente estaría libre y él no recordaba si habían recogido la noche anterior.

Comprobó todo, quedó conforme y decidió sorprenderlos a todos preparando él mismo el desayuno, como en los viejos tiempos.

Panquecas instantáneas, mermelada, café descafeinado instantáneo, queso descremado del que viene empacado en plástico y con las lonjas separadas, yogurt Light, jugo de sobrecito sabor a frambuesas..., lo que estaba a su alcance.

Llevó todo a la mesa y lo acomodó lo mejor posible.

Se sentó a esperar y poco a poco empezaron a llegar los comensales que se fueron sentando en torno a la mesa. Primero Sabina, luego Nomeolvides, después HD y su combo, con Victory armando un peo de los mil diablos, y por último Bombi Softail, con un discreto vestidito holgado con la zona correspondiente a la cintura situada a la altura de la mitad de las nalgas, de tela suave de esos que se usan combinados con un sombrerito a juego para ir de día de campo, el cabello descansaba sobre su espalda cómo uno solo..., pero gruesote.

¡Estamos de fiesta! Dijo HD secamente y se sirvió la ración de cuatro personas pues él solía alimentar a su hija del mismo plato y esa era su excusa. Le sirvió a Electra, quién tenía cara de haberse trasnochado en exceso. Y se dispuso a comer.

“Esta es la esposa de mi hijo, mi nuera, creo..., nunca me acostumbraré.” Pensaba Atalayo.

Nomeolvides fue a la cocina, se preparó dos panquecas, les puso miel, se sirvió un vaso de jugo de naranja de la nevera y se sentó con los demás. No había notado siquiera que todo lo necesario estaba ya sobre la mesa. Se comió la mitad de la primera panqueca, dio un sorbo del jugo de naranja y se sumió en sus pensamientos con expresión nula, como operada de una lobotomía.

Electra no comió, pero fue a la nevera, sacó dos tomates, un ajo y medio pepino, un par de cubitos de hielo, unas gotas de salsa tabasco, de limón, y de amargo de angostura, metió todo en la licuadora, la prendió por unos segundos mientras arrugaba la expresión como quien se engrapa un dedo, le añadió un chorrito de vodka al preparado y se lo bebió todo directo del vaso del aparato. Regresó a la mesa y ayudó a su marido con la alimentación de la pequeña. Se movía con lentitud, recordaba esos documentales sobre los globos dirigibles. No habló nada.

“Ojalá que nadie encienda un cigarrillo”. Seguía Atalayo mientras miraba en dirección del extinguidor de incendios.

Sabina observó detalladamente cada cosa que había sobre la mesa, escogió una lonja de queso que no estaba rota y una panqueca más o menos redonda, las puso juntas y comenzó a comer un pedacito de cada una cada vez, sistemáticamente hasta que terminó, tomó una taza del café tibio y se fue a la cocina a revisar si quedaba algo de cereal.

Bombi Softail miró a su marido, le dio un beso y le susurró algo en reconocimiento por el desayuno. Se sirvió opíparamente, comió, bebió, y volvió a comer con la tranquilidad de aquel que no engorda.

Finalizada la más o menos breve pitanza, qué fino está usted hablando hoy don Gustavo…, ¡cállese la jeta, impertinente! Decía que cada quién, como se acostumbra en domingo, recogió y lavó lo suyo.

Pasaron en silencioso grupo a la sala donde habían tenido lugar los sucesos del día anterior y cada uno se dio a lo que mejor le pareció.

Atalayo, en medio de su recién adquirida lucidez pudo notar que todos estaban a la expectativa ( bueno, no todos, es decir que todos menos Electra, quien ostentaba una resaca que le sobraba con todo y sus dimensiones, y Nomeolvides de quién ya sabemos no está pendiente de nada)... pero los demás parecían esperar algo... Él iba a decir algo cuando de pronto Bombi Softail se incorporó como si le hubiera picado una avispa en los alrededores de su ecuador y casi al mismo tiempo Nomeolvides soltó: Papá ¿sigue en pie tu ofrecimiento de regalarme el vehículo de mi preferencia si aprendía a manejarlo? ¿ah? ¿cualquiera qué éste sea? Y lo dijo con una expresión tal de saber exactamente para dónde iba la cosa, que todos se quedaron patitiesos.

Bombi Softail la miraba escrutadora, buscando dentro de su cabeza, pero ni ella, con sus dotes de lectora cerebral pudo penetrar en el desorden que había ahí dentro. O sí pudo, pero lo que veía no lo pudo creer e hizo como hacemos todos cuando lo que vemos no nos gusta y decidió, con todo y ser ella, tapar el sol con un dedo. Ya se sabe, la vieja máxima de que “si no lo ves, no existe”..., “y finalmente, si existe y no lo puedes ver ¿para qué coño sirve?”.

Atalayo, que nunca se atragantaba con nada que oyera o viera –claro, que no era por ecuanimidad, si no porque nunca entendía nada a la primera y le daba tiempo de masticar con calma y tragar lo que fuera, antes de sorprenderse – la miró con aires de triunfo paternal y le respondió que sí, que el ofrecimiento era en serio...

Fue solo entonces que se dio cuenta de que la cosa iba a ser grave, se le había ocurrido buscar la mirada de su esposa y no la encontró porque ella tenía fijos los ojos en su hija y estaba pálida, tanto, que le pareció que si la tocaba estaría helada al tacto.

Dirigió la mirada hacia Sabina y se dio cuenta de que era la viva imagen de su madre, pero en pequeño (ella no era pequeña nada, -o sí, aunque no tanto- pero para su Papá era y sería siempre pequeña. Con algunos Padres esto pasa) y con el cabello corto y más claro. Así que la cosa es seria. Regresó a Nomeolvides y con un gesto más bien tímido, sin decir palabra, la alentó a que continuara.

Pues lo diré, siguió con seguridad la chica, con la seguridad que produce la hipnopédia del libreto profundamente ensayado: estoy lista para que hoy me des mi primera clase práctica de manejo, y si al final de esta tarde puedo manejar satisfactoriamente bien, quiero que me regales...

Lo que quieras, Atajó Atalayo, infundiéndose valor. Sí, infundiéndose él mismo, porque ella se veía segura y estaba claro que lo que se le había ocurrido resultaría por lo menos problemático.

...el “Low Rider”, el tuyo, ningún otro, terminó ella sin percatarse de la interrupción de su padre.

Así que eso era, murmuró Atalayo palideciendo lentamente.

¡¡¡ Ja, ja, ja, ja, ja ¡!!! Se reía descontroladamente HD, si ni mi Papá se ha atrevido a sacarlo nunca. Ni él mismo lo ha querido manejar. Debe tener, calculo, unos setecientos cincuenta caballos de fuerza mal contados, una aceleración de cero a cien KPH de menos de tres segundos, una velocidad punta cercana a los cuatrocientos, y producir más decibeles que...

¡¡Silencio!! Cortó Atalayo, si ella puede manejarlo, si lo puede controlar, si el “Low Rider” está completo al final de la tarde, es de ella. Esa fue mi promesa.

Esto lo dijo pasando por encima del nudo que tenía en la garganta, conteniendo las lágrimas y apretando los esfínteres que casi se le sueltan en un ataque de los suyos. Además estás menospreciando tanto al carro, que da mucho más, estoy seguro; como a tu hermana, quién lo podrá controlar, espero.

¡¡¡ Pero esto es injusto!!! ¡Yo creía que ese carro sería mío algún día!! protestó HD con voz de cuchillo afilado...
¡Pues creíste mal!! Además, no imagino de dónde pudiste sacar semejante idea, le contestó su madre sin dejar de mirar a Nomeolvides.

Ahora la miraban taxativamente, como evaluando sus aptitudes físicas. No era cosa de juego lo que se avecinaba. Tendrían que ponérselo difícil a ver si dimitía, pero no podría resultar obvio para no ser injusto con ella, y para no tener que soportar la mirada acusadora de los demás. Pero ¿sería capaz de enfrentar todo el problema y salir con bien?

Bueno, para luego es tarde. Vamos ahora mismo a ver esto. Trae agua de beber y vamos al garaje, dijo Atalayo incorporándose tembleque.

Sintió un leve tironcito en los laterales del pantalón y vio que tanto su mujer como su hija menor le retenían con timidez. Él se detuvo y las miró a ambas, pudo ver en los dos pares de ojos una mezcla de aprehensión y admiración, ambas asintieron levemente al mismo tiempo y le soltaron.

Salió al estacionamiento y allí encontró a HD dándole un montón de indicaciones atropelladas a su hermana sobre el mejor procedimiento para la puesta en marcha de semejante monstruo; como debería engranar las velocidades, como soltar el embrague, como interpretar los indicadores analógicos del tablero, el cinturón de seguridad de cinco puntos...

Pura teoría. El pobre muchacho afrontaba su pérdida con estoicismo. Bien.

Llegó Atalayo hasta la puerta del garaje que había sido su tercera casa durante tantos años, su madriguera a salvo de la intervención de terceros, y la abrió. Allí brilló deslumbrante el enorme aparato. Un “Mercury” del setenta y dos, mecánica “Ford” de más de quinientas pulgadas cúbicas, bloque “Billet” aligerado de tres apoyos en bancada con cigüeñal y bielas sobre rolines, “twin cam” sobre alimentado con dosificador de óxido nitroso, suspensión recortada independiente en las cuatro ruedas (una versión de una McPherson hecha enteramente por Atalayo), frenos sobre medida, “roll bar”, asientos de cuna, caja de cambios de seis marchas y retroceso, triple sistema de enfriamiento, llantas de diez pulgadas un poco más grandes atrás para favorecer la desmultiplicación, y muchas otras cosas más...

Todo cromados, pinturas especiales “Captain Blaster”, metal-cerámica al horno, aerografiados, spoiler adelante y atrás... Un verdadero “lakester low rider” más o menos adaptado para la civilización, aparentemente.

Llegó el momento de la verdad y Atalayo, sin decir palabra, le entregó las llaves de monstruo a su hija, le dio un beso en la frente y pasó a ocupar el asiento del acompañante ajustándose el cinturón fuertemente. Todo esto en absoluto silencio. Resultaba obvio de que si llegaba a hablar, el sonido de su propia voz lo conminaría a revertir esa locura y a faltar a la palabra dada a su hija, y eso no lo quería hacer. Por lo tanto: -“valor y al toro”-...

Nomeolvides vestida con jeans, zapatos tenis de lona, camiseta sin cuello ni mangas, el cabello recogido en una cola de caballo, anteojos oscuros, y una gorrita de baseball con la insignia de los “Indios de Cleveland” (esto tiene su significado también, pues había averiguado que la motorización original de ese Mercury había sido una versión del motor Ford 351 Cleveland muy parecido al del “Big Boss” Mustang) subió al asiento del piloto, lo movió hacia adelante, metió la llave del encendido en su sitio, la giró hasta el segundo “click”, esperó a que la bomba eléctrica de combustible hubiera llenado el tanque del carburador, tiró del inhibidor del compresor hasta su posición máxima, comprobó el manómetro de vacío, dio dos cholazos al pedal de acelerador y giró la llave a la posición de arranque...

¡¡¡¡ Ñac, ñac, ñac, ñaaaac, BRAUUUUUMMM!!!!: arrancó el inmenso V8.

Todos los presentes, que eran muchos, pues ya se había corrido la voz entre los vecinos de que Nomeolvides iba a participar en los internacionales femeninos de piques y que su padre, que había sido campeón en Europa, la iba a entrenar (a la gente no le hace falta demasiado para fabricar su propia telenovela) a un solo gesto parecieron ovacionar el acto. Digo que parecieron hacerlo, porque con el estruendo del arranque no se pudo escuchar el grito de la muchedumbre.

Nomeolvides moviendo los labios como quién recita un mantra, esperó que la aguja del indicador de temperatura de la mezcla llegara a la mitad para pulsar el mando del inhibidor del compresor hasta la posición media, comprobó la temperatura del refrigerante, la presión dentro del múltiple de admisión, asintió levemente, empujó con el pie el embrague a fondo dos veces y suavemente engranó la marcha atrás.

Miró por el retrovisor central, corrigió su posición, carraspeó un poco, tocó el pedal del acelerador, chequeó en el tacómetro que el régimen del motor estuviera sobre las mil doscientas RPM, miró de nuevo por el retrovisor, sacó el freno de estacionamiento y comenzó a sacar el embrague...

Atalayo sintió que el alma le abandonaba el cuerpo, que el desayuno pugnaba por salir por donde mismo había entrado o por cualquier otra parte. Este resultaba más difícil que el momento en el que descubrió que Bombi Softail estaba casada con un millonario. Toda la vida estaba pasando por frente a los ojos de Atalayo, era como morirse, como detectar una rotura en el último tramo de la cuerda de rapel, faltando unos quince metros para llegar al suelo. Un mareo intenso, un dolor de cabeza como el que produce un esfuerzo físico bajo el sol ecuatorial al día siguiente de una juerga descontrolada donde hubiera corrido el vodka por hectolitros.

Pero el carro arrancó suavemente, sin brincos ni corcoveos; lentamente recorrieron en retroceso el espacio entre el estacionamiento, que estaba en el jardín trasero de la casa, saliendo por el retiro lateral, hasta la calle, unos treinta metros.
Nomeolvides detuvo suavemente el carro un momento aun sobre la acera, comprobó que no viniera nadie, arrancó de nuevo, paró ya en la calle, engranó la primera velocidad y arrancó tranquilamente, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa...

Grmmjj, cof, coj, ejemm, grummpf, Trató de hablar Atalayo, pero la voz se le había ido a alguna otra parte, tal vez se había quedado en la casa con los demás…, ¿a dónde vamos? Quise decir.

Mi plan incluye autopista, carretera, ciudad, tal vez el parque de la montaña, y vuelta a casa, le contestó Nomeolvides del modo más natural del mundo. En ese orden.

Dále pues..., no encontró nada más que decir.

Pues bien, entraron a la autopista, rodaron a una velocidad moderada, unos ochenta KPH, durante media hora. Ella cambiaba de canal para adelantar a los más lentos, daba paso a los más rápidos, iba bien. Abandonaron la autopista sin percance y se metieron en la carretera secundaria que iba con mucho más tráfico y también todo fue bien ahí.

Hubo un momento de tensión en un punto por culpa de un camión que venía en dirección contraria adelantando a otro en plena curva, pero Nomeolvides sorteó la situación con elegancia, hasta la señal de costumbre (digitus impudicus) le salió bonita y la mentada de madre reglamentaria la pronunció con todas sus letras.

Entraron en la ciudad y dieron una vuelta por los lados de la universidad, la funeraria, el supermercado, la panadería, la biblioteca, el cine, los museos, la discoteca, la academia de danza, el preescolar, el liceo, el gimnasio, y hasta el mirador (bueno, el sitio ese a donde van algunos a mirar con el método “Braille”) se metieron en el tráfico, en las subidas, en las bajadas, en las calles del centro y el único problema que tuvieron fue el que se suscitó con un fiscal dominguero que los multó por tener el escape libre... Nada demasiado difícil de corregir.

En el camino de vuelta a casa, se detuvieron en la carnicería para llevar lo necesario para la celebración. Entraron de nuevo en la autopista y con un Atalayo más relajado Nomeolvides metió el pedal del acelerador a fondo abriendo también la válvula del oxido nitroso para ver qué era lo que hacía tan especial a ese perol...

¡¡¡ Señoras y señores ¡!! Ríanse ustedes de los F16, de los cohetes interplanetarios y de las papas fritas. Aquello saltó de un modo, que si no hubieran sido de cinco puntos los cinturones de seguridad hubieran tenido que seguir manejando desde el asiento trasero...

Atalayo tenía la boca abierta en el momento en el que Nomeolvides pisó el acelerador y no la pudo volver a cerrar porque toda la fuerza de su cuerpo y la concentración de su cerebro las puso en el control de esfínteres, ya sabemos que no es este el fuerte de Atalayo –controlar los esfínteres, digo- pero con más razón debía atender bien eso de no cagar en el asiento del carro precisamente el día en que lo estaba dando de regalo a su hija mayor ¿no? Por otra parte la muchacha lo estaba haciendo tan bien que, muy en el fondo, y aunque tuvieran que pasar muchos años antes de que él lo confesara ante persona alguna, lo había estado pasando más divertido que una tribu de “Chiricauas corta cabelleras” en un concierto de “Iron Maiden”...

La chica era una sola con ese carro, lo aceleraba, lo cambiaba de velocidades, lo metía en las curvas y lo sacaba como quién juega al parchís, adelantaba a los demás, calculaba la inercia justa para los cruces de último momento, tres milímetros antes de rasparle los parachoques traseros a los lentos... ¡¡ Coño, ni Coulthard !!!

La niña tiene el toque, pero va demasiado rápido, no me atrevo a mirar el velocímetro…, decía Atalayo aunque nadie lo oyera.

¡¡¡ La entrada de la urbanización ¡!! gritó Nomeolvides por encima del rugido del motor sin quitar las manos del volante.

¡¡¡ Coño, carajita, veintidós minutos menos que mi mejor marca de las tres y media de la madrugada ¡!! ¡¡¡ has debido venir al menos a doscientos treinta!!! gimió Atalayo, sin atreverse a gritar por no ir a sufrir un accidente vergonzoso...

Poco más o menos…, le contestó la chica con orgullo contenido reduciendo la velocidad y regresando la válvula del supercombustible a su posición normal lo cual permitía hablar dentro de la cabina sin tener que gritar tanto.

Entraron a la urbanización ya a velocidad reducida y lentamente llegaron a casa. Ahí encontraron todavía a la gente reunida donde mismo, inclusive una patrulla de la policía que se habían acercado atraídos por el tumulto y luego se quedaron a socializar un poco... Ya saben, les sacaron unos refresquitos unas cervecitas domingueras y unas probaditas de la parrilla de algún vecino... Bueno, lo usual.

Nuestra pareja hizo una entrada triunfal a la que solo le faltó la bandera a cuadros. El motor ronroneaba como un gato complacido, el torque generado por los acelerones en neutro inclinaban el carro bruscamente dando sensación de animal vivo y poderoso. Lo estacionaron ahí mismo, frente a la casa, sobre el jardín delantero. Se bajaron del carro y mientras la gente corrió a felicitar y a atosigar a Nomeolvides a fuerza de preguntas Atalayo corrió al baño. Vomitó profusamente, se sentó luego y aquello fue de antología. Le tomó cerca de una hora el sentirse con fuerzas para mantenerse en pie y salir de ahí impelido por la necesidad de aire fresco y por la curiosidad, ya de regreso, sobre lo que estaría ocurriendo afuera.

Se encontró a Bombi Softail sentada muy tranquila leyendo una revista justo detrás de la puerta del baño. Ella levantó la vista y le preguntó por su salud. Él, sin hacer caso de la pregunta le dijo que su hija era una bestia sin comparación, una mezcla de hotentote con rockero metalero, una completa viviseccionista amoratadora, una caribe hipoglucémica, una tarántula ninfómana, una abeja africana mahorí... y muchas otras cosas que ahora no recuerdo pero que en definitiva había nacido para manejar aquel bólido y que él debía rendirse a la evidencia.

Ella sin hacerle caso lo abrazó y lo conminó, con el gesto, a caminar para reunirse con los demás. Iba con el brazo rodeando la cintura de él, la mano tomando su muñeca, y la cabeza apoyada en su pecho; controlando sus signos vitales, médico al fin.

Al llegar al jardín vio con horror que el “low rider” estaba levantado sobre cuatro burros a más de un metro de altura, le habían montado una especie de tarima alrededor del motor y que tenía un ejercito de muchachos lavando, puliendo, engrasando, revisando, midiendo el desgaste de los cauchos, y a HD de cabeza dentro del motor con Electra haciendo de asistente, pasándole las herramientas y manteniendo la tarima libre de entrometidos.

Nomeolvides estaba instalada en una silla de lona, bajo una sombrilla a rayas enorme que Atalayo no reconoció, con Sabina a su lado muy seria tomando notas en un cuaderno y un grupito de muchachos revoloteando que les servían refrescos, pasapalitos, y les hacían gracias tratando de ganarse una mirada de aquella especie de Palas Atenea del automovilismo.

“Ya se regó la voz del tiempo que puso esta niña desde la ciudad hasta aquí” pensó Atalayo.

No, lo que se regó fue que el helicóptero de tránsito no pudo dar alcance a un bólido tornasolado que pasó por la autopista a velocidad de vértigo, contestó ella haciendo caso omiso de la regla tácita establecida entre ellos en la cual ella no le contestaría a él, nunca, ningún pensamiento no expresado.

Por la fuerza del momento él no hizo caso del detalle, y siguió pensando...

El par de policías que estaban más prendidos que bombillo e’tunel, esos dos que están ahí, nos lo acaban de decir. Lo escucharon por la radio y se lo contaron a todos como la mayor de las gracias.

Pero la cosa no pasó de ahí, afortunadamente. No creo que haya que quitarle el carro ni nada de eso, bastará con hacerle prometer que no hará locuras con él, sabes que ella nunca nos ha mentido (si no tomamos en cuenta el hecho de que nos ocultó que sabía manejar). A HD, yo jamás te hubiera dejado dárselo, pero a Nomeolvides...

Sí, cierto. Fue toda la respuesta. Y se sumaron a la fiesta.

Hubo carne asada, cerveza, intercambio vecinal, pasapalos de todos los tipos, sardinada, escabeches, vino y dulcería, cuentos de caminos, de policías, de enredos de faldas y de pantalones, de motores y todo un sinfín de exageraciones variopintas... Como en una reunión de pescadores deportivos de altura.

Por fin bajaron el Mercury de ese pedestal donde lo habían montado, intervinieron tantas manos que el pobre Atalayo tuvo que ir a esconderse para no presenciar aquello, sentía como si lo estuvieran operando de las hemorroides y que la operación fuera televisada en vivo y en cadena nacional. Como si pusieran en “la red”, el momento en el que sufría una de sus sesiones de excreción exacerbada... Bueno, cualquier momento íntimo hecho público.

Lo bajaron, decía, y lo guardaron; bien limpio, revisado, engrasado y todo lo demás. Cerraron la puerta del garaje, le echaron candado, y Nomeolvides, con gesto grandilocuente, introdujo las llaves en su escote.

Atalayo no se había percatado de que su niñita tenía eso, un escote, y que todas las miradas masculinas se dirigieron hacia él en ese momento, y en muchos otros... Su niñita era una mujer con todas las de la ley, e inclusive más. Con las hormonas, las curva, el carro (¡Coño, que carro!!) la edad. Ahora sí que no dormiría nunca más: el carro ya no es de él y su hija es una mujer, todo en el mismo domingo. Ya se sabe que la mierda viene toda junta, y en eso, Atalayo es conocedor como el que más.

En esos pensamientos andaba cuando oyó la voz de su recién descubierta y estrenada salvaje hija que decía: Le digo a mi Papá, me cambio, y vamos…, Hoy no sacas más ese carro ¿me oíste?..., No hombre si no es eso, y de todas maneras ese carro no sale más hoy ni que tu digas lo que digas, ya no es tuyo ¿recuerdas? Y para más, yo tengo todas las llaves así que no me hables así..., por favor..., Papi..., Le contestó ella, desafiante al principio y moderando el tono a medida que avanzaba la frase hasta terminar de un modo más bien infantil.

Disculpa, es que aun no se me pasa el susto. No pensaba faltar a mi palabra.

Ni podrías. Sentenciaron a coro, Bombi Softail y Sabina.

Está bien ¿qué era lo que me ibas a decir para luego cambiarte e irte? siguió él tratando de obviar el conato de motín que acababa de presenciar.

Que voy con los amigos del club de motos de HD y Electra a celebrar un poco y que me quiero llevar a Sabina, si tú lo permites, le dijo ella en su mejor tono de niña buena.

¿Con HD y quién más? preguntó Atalayo ¡Ah, claro! Con su esposa, ya me acuerdo...

Nomeolvides, querida, terció la madre, mirando divertida a Atalayo quién se hacía el desentendido, a esta hora y con ese grupo, no es buena idea salir con Sabina, luego empiezan a subir de tono las cosas, y ella, aunque muy equilibrada y madura para su edad, no creo que lo disfrute. Además, mañana es lunes, día de clases. Y tú misma no deberías trasnocharte. Claro, que tratándose de celebrar el acontecimiento de hoy, podemos pasar por alto algunas reglas, pero Sabina mejor se queda en casa.

Las dos hermanas intercambiaron miradas, asintieron como hacen los japoneses de las películas y cada una se despidió. Una a dormir ya, y la otra a mudarse la ropa para salir a rumbear.

En menos de media hora la chica había cambiado de atuendo y de personalidad, llevaba unas ropas breves, oscuras y ajustadas, el cabello como si le hubiera atacado un enjambre de tucusitos dalinianos, el maquillaje de lo más efectista que le hubieran visto nunca, unas botas de caña larga hasta casi las rodillas (¿de dónde sacó esa vaina?) y el caminar de quién le ha quitado un centímetro de tacón al zapato izquierdo... La sonrisa del gato que se comió al canario, o mejor, del que tiene toda la intención de comérselo y sabe que lo hará.

Pelea, va buscando pelea, murmuró su Papá, y todo en el mismo día ¡¡ el recontracoño de su madre!!!

Nadie tiene la culpa, y menos esa parte de mi anatomía, le contestó Bombi Softail, es ley natural, al menos eso creo. Lo leí en alguna parte. Agregó, y por primera en la vida no estaba segura de lo que decía. Supongo que recuerdas cuando tú mismo tenías esa edad.

¿Es que alguna vez la tuve? preguntó él con amargura.

El maternalismo es cosa complicada, y el paternalismo es peor, pues hasta se duda de su existencia. Sería un buen caso para Fox Moulder y Dana Scully.

Ambos, padre y madre decidieron dar por terminado ese domingo y, tomados del brazo se retiraron a sus aposentos –bueno, que se fueron a dormir-.

Ahora sí estoy listo para tomar una decisión. O nos vamos en este instante, o abrimos otra botella y seguimos hasta que el cuerpo aguante. Miren que en el capítulo que viene les contaré cosas verdaderamente…, ¿ustedes tienen hijas? Sí, claro, pero están por debajo de la adolescencia aun ¿por qué? Lo pregunta…, porque lo que viene es un poco lo que va a pasar, y en manos de ustedes está el escucharlo y hacer algo constructivo al respecto, o no calarse el cuento y nos lo saltamos simplemente y que pase lo que pase, pero sin enterarnos de nada ¿a ver? ¿qué deciden?

Bueno, yo me anoto en la lista de los que vamos a escucharlo, pero será mañana porque ya es tarde para nosotros y tenemos otro compromiso.

Sí, ya, señora Octavia de aquí…, mi estimado señor, será hasta mañana. Páguenle la cuenta a donquingcito porque yo me hallo acostumbradamente desprovisto de fondos y la inflación me lleva por la calle del desespero…

Bueno, está bien, aquí tiene, don Santos: cóbrese. Y no se le olvide que no me dijo lo de la imagen…

Luego le cuento, mi amigo, luego le cuento…

Y nos fuimos un poco intranquilos esa noche pensando en nuestra inminente adolescente.

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Guiñol de la realidad verdadera pero de la que se percibe con el rabito del ojo, porque digamos que es más fácil así evadirse del engaño..., o algo por el estilo.